sábado, 2 de abril de 2016

Her (2013)... una melancolía anhelada.

REQUISITO PARA LEER: No hay spoilers de peso en filmes como este. De ti depende.
REFERENCIAS: 

   El cine dramático tiene páginas infinitas en su haber. El melodrama busca tocar los hilos del sentimiento en el espectador (o lector). Y lo hace de manera activa, en cada giro argumental, cada entonación del personaje, en cada silencio inesperado de la trama. Nos compenetra más al universo ficcional que ahí se representa. Algo evidente es que este género ha ido rotando sus códigos y maneras de tratamiento conforme ha ido transcurriendo el tiempo. Hoy es normal abordar con tonos tecnológicos cualquier interacción humana, porque es plausible de hacerse así. Imaginen a Ingmar Bergman en los 50's, con una historia acerca de un hombre deshauciado por su propio reflejo, que no le encuentra sabor a nada de lo que hace. Es probable que hayamos tenido otra joya más del sueco, con diálogos curtidos en clave filosófica y rostros de rigurosidad doliente. Cincuenta años más tarde (o sesenta), el estadounidense Spike Jonze nos lanza esa historia como pregunta y con respuesta de casi dos horas de duración: ¿podemos sentir más de lo que hemos sentido ya?
     Amores y desamores mediante, señores, hoy nos toca Her.


     Corría el ya lejano 2014. El año pasado debía de haber concluido una etapa de mi vida. En todos los niveles, prácticamente, se cerraba una secuencia de sucesos habituales a los que ya podía hacerles frente, darles un alto, e iniciar algo distinto. Pero claro, no lo hice. Todo fluyó sin ponerle yo bache alguno, como el agua por un cauce liso y amplio. Así fue... no hice nada de mi parte por retener ello. Me enquisté en el pasado, en la no lucha por acercarme. En esos días, mi entusiasmo apuntaba a otro ser humano. Mis motivaciones profundas en el terreno de la emoción fluctuaban invariablemente por una quimera, una fantasía tejida por mi cabeza almibarada. Quise ver esta película con esa persona. Quise que sea la primera con la cual iría al cine en plan de cita. Pero no ocurrió. En su lugar, una estela de situaciones patéticas se dieron lugar. Desde entonces, tuve este filme no visto como una materia pendiente que solo aprobaría en compañía de esa persona. Que por esos azares del vivir pudiéramos encontrarnos y ver esto sin más, despreocupados, olvidados del ayer que nos hizo distanciarnos de manera radical. Pero al final llegan otros puertos y otras olas... y otras «Gaby» gaviotas. Hace unos pocos días, tocado por el sentimiento trágico de la vida (para variar), de mi lista de películas, tomé esta para llenar las horas que se diluían rápida y lentamente a la vez en el reloj de mi cuarto caluroso. Es raro de ver. Pero ocurre. En épocas así me ocurre. Y pese a no tener cabeza abierta para otra cosa que no sea repensar en las cosas que hago, el poderío de este trabajo de Jonze me arrastró de mi refugio y me permitió compadecerme no por mí ya, sino por la historia que su mente tornasolada había maquinado.


     El filme califica perfecto en esos tópicos de «la quieres» o «la odias». Y es que pasa así cuando se monta un espectáculo del subjetivismo más meloso y maduro (ambas facetas) y te topas frente a uno u otro espectador, que por uno u otro motivos, se ve más abierto o cerrado a confrontar o desangrar contenidos así. La historia es simple. Contada en palabras a un amigo puede lanzarse enterita en solo dos líneas. Es aquí donde los diálogos cumplen su rol fundamental, pues desplazan la acción al interior y la hacen vital, energizante y atractiva durante los minutos que la tenemos al frente. El estilo visual entona bien con lo personalista de la trama: un tipo de sentir errático, inseguro, pero muy intenso y que va experimentando goces renovados a raíz de lo que le va ocurriendo. Su apatía pasada se borra y muta en nuevos bríos. Y es que eso es algo que, a título personal, me ha resultado muy contagioso. Otros podrían decir que es muy desvirtuado, que la gente no es así, que es un cliché inexistente eso de sonreír como tarado mirando la ventana. 
La doble vida de Theodore Twombly.
   La verdad sea dicha: nuestros clichés son nacidos de los distintos tipos de percepción sentimental con los que cuenta cada persona. Desde aquel que es más duro que una piedra hasta el que tiembla por todo como gelatina. Si sale bien, queda bien; si sale mal, se olvida, se pretende sepultar, se dice que no está bien, que solo en broma tiene gracia pero las personas son un arco iris, pues. No todo es negro o blanco (y eso que ambos no figuran ahí). Theodore (Joaquin Phoenix) es un escribidor de cartas ajenas que endulza con acertado tino prosaico, para personas incapaces de exteriorizar verbalmente sus sentires hacia otros (sea por tiempo, falta de interés, etc.). Afectado (muerto en vida) desde su rompimiento con la única mujer que amó (un amor de infancia, vamos), vive cada uno de sus días con milimétrico calco del anterior, como dejándose llevar sin mayor variación. Entonces, aparece ella: Samantha (Scarlet Johanson) es el nombre que se otorga a sí misma esta simpática sistema operativo (S.O), que acompaña la solitaria vida del protagonista. Un celular que puede llevar a todos lados y con el que conversa sobre el amor, los humanos, los sentimientos y música, entre otros asuntos. Llevado esto a una frecuencia diaria ininterrumpida, al cabo de unos meses tenemos que se vuelven pareja. Ella en un cibermundo y él en nuestro mundo.

































Los temas que aborda son variados: la imposición de la pareja, la soledad, el hastío por vivir repitiendo las mismas cosas día a día, la necesidad de experimentar cosas nuevas, el intento de reintegrarse a una corriente mundana en la que todo parece estar bien, lo efímero del amor romántico, el afán de posesión hacia el otro, o el regreso a la infancia despreocupada y emancipada de formalidades adultas.








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